La última driada

Hace poco he empezado a leer los cuentos de Hans Christian Andersen, del cual hablaré en una futura entrada, y me han impactado profundamente. Tanto es así, que gracias a uno de los breves relatos del escritor danés he tenido la "inspiración", por así decirlo, para crear esta breve historia. Digo inspiración entre comillas porque está muy influenciada por la obra de Andersen. Ni en sueños llegaría al nivel de este hombre, pero al menos creo que le he dado un toque propio. Había pensado dos finales para el cuento, uno triste y otro alegre y me ha costado decantarme por uno de los dos. Finalmente he escogido el que me parecía que iba más con lo que quería transmitir con la historia. Juzgad vosotros mismos.

Leurice, la última driada
Erase una vez una joven driada llamada Leurice, que vivía en el Bosque Profundo junto a un roble extraordinariamente viejo y sabio, al cual tenía ligada su existencia. El nombre de este roble se olvidó hace muchos años, pero Leurice le llamaba Madre Roble. Leurice podía jugar y cantar con el resto de las driadas, pero siempre dentro de los límites que marcaba el Río Claro, pues sobrepasarlo le causaría una lenta muerte. Esta circunstancia era propia de las driadas, pues no pueden alejarse de su árbol protector. Pero para Leurice esto no era un problema, ya que dentro del bosque tenía todo lo que podía desear; reía y danzaba con el resto de las ninfas del bosque y por la noche Madre Roble le contaba historias antiguas que a Leurice emocionaban. Sólo tenía una pena la pequeña driada, y era que quería ver un ser humano por vez primera en su corta existencia, pues aunque para nosotros los sesenta años de Leurice son toda una vida, para una driada es justo la edad en que se realiza la transición de la niñez a la juventud.
Una noche, cuando Leurice se preparaba para dormir en el interior de Madre Roble y tras escuchar uno de sus relatos, compartió con esta su deseo de conocer a un ser humano, de los que solamente había oído hablar por sus historias.
-No necesitas conocerlos para nada, pequeña. -decía Madre Roble.- Los humanos solo traen desgracias, y por suerte para nosotras hace años que no pisan este bosque. Talan árboles, cazan animales e incendian nuestro hogar. Siempre han traído problemas a nuestro pueblo. Tú que eres descendiente de Eurídice debes entender mejor que nadie las calamidades que puede traer el hombre.
-Si Madre.- respondió Leurice, pero esa noche se durmió pensando en lo maravilloso que sería escuchar tocar la lira a Orfeo.
Leurice siempre jugaba y reía con el resto de driadas, pero había momentos en los que gustaba de estar sola, recogiendo flores y haciendo bonitos ramilletes o colocándoselas en el cabello. Tomaba el sol junto al lecho del río, su lugar preferido. Le encantaba oler el aroma de las margaritas y las anémonas cuando se tumbaba con los ojos cerrados, oyendo el fluir del agua y el cantar de los pajarillos que revoloteaban a su alrededor. Ella misma estaba todo el día cantando viejas canciones, como una joven alondra, y todas sus hermanas coincidían en que tenía la mejor voz de todas las ninfas que habitaban ese bosque.
Un día de primavera cuando el solo bañaba con sus últimos rayos de luz su tez aceitunada y los reflejos de su piel se tornaban del verde claro al dorado, Leurice se encontraba tumbada junto al lecho del río, con los pies metidos en el agua. Meditaba sobre los cambios que se producían en su piel, que se volvía blanca y nacarada en invierno, cobriza y roja en otoño y en primavera y verano del color que a ella más le gustaba, verde y dorada, con un brillo incandescente. "Ojalá siempre fuera primavera", pensaba Leurice, pues le encantaba el colorido que se formaba en el bosque. Todo estaba más vivo y los olores eran más intensos; florecían las hojas tiempo atrás desaparecidas y el bosque se llenaba con el despertar de los perezosos animales que habían estado invernando.


De pronto un giro brusco de los pájaros que volaban en el intenso cielo azul llamó la atención de Leurice. Sintió que un escalofrío recorría su espalda y supo que algo terrible había ocurrido. Fijó su vista más allá del río y divisó muy lejos, como una mota de polvo, un cuerpo que yacía sobre la hierba. Sin pensárselo siquiera Leurice cruzó el río como una exhalación y corrió velozmente hasta la persona que estaba tendida en el suelo. Se trataba de un joven cazador, que vestía una capa escarlata y una túnica de fina seda blanca y dorada, ceñida con un cinturón de cuero a la cintura. Tenía una flecha clavada en un costado, del cual manaba la sangre a borbotones.
Leurice se quedó un instante como hipnotizada, contemplando el bello rostro del joven, el primer ser humano que veía en toda su vida. Una punzada de dolor en su pecho la hizo despertar de su ensimismamiento, pues sabía que no tenía mucho tiempo. Utilizó todo su poder curativo con el joven, extrajo su flecha y cubrió la herida, la cual dejó de sangrar al instante. El joven, aliviado de su dolor, comenzó a moverse y a entornar débilmente los ojos. Leurice se encontraba muy débil y tenía que regresar pronto al bosque. Cuando se levantó miró por última vez al joven, el cual acababa de abrir los ojos, cruzando su mirada con la de ella. Solo duró un instante, pero sirvió para que esos ojos verde esmeralda del joven turbaran a Leurice. Sin tiempo para decir nada salió corriendo hacia el río. Cada paso le producía una agonía incesante, las punzadas de dolor martilleaban su cabeza, sus miembros eran cada vez más pesados y la respiración más entrecortada. Cada bocanada de aire quemaba sus pulmones y las piernas ya casi no le respondían. El sudor perlaba su frente y le empañaba los ojos, que iban perdiendo paulatinamente el brillo, y su vista se iba nublando. Con un último esfuerzo se arrastró hasta el borde del río, desplomándose con un sonoro estertor justo a las puertas de su refugio.
El joven cazador se encontraba sentado sobre la hierba, intentando recordar que había ocurrido. Sabía que una flecha perdida le había alcanzado en el cuerpo. Había caído al suelo pidiendo ayuda, hasta que finalmente se había desmayado. En sueños había notado como le curaban. La cataplasma que tenía en el costado así lo corroboraba. Y, como si fuera un sueño o producto de su febril estado, había visto dos ojos violeta, enmarcados en un rostro que no era capaz de distinguir. ¿Realmente fue un sueño? Se levantó y comenzó a andar sin saber a dónde iba. Sus pasos le llevaban hacía el río. Escuchó en su cabeza las advertencias de su madre: "No cruces nunca el río, no sabes los peligros que encierra el bosque, pues se dice que está encantado." Cruzó el ancho río internándose en la espesura sin saber por qué lo hacía.
Tras un breve camino llegó hasta un claro, donde se erigía un enorme roble en el centro. Se encontraba allí una joven que yacía en la hierba, rodeada de toda clase de animales silvestres. Al principio le impactó su piel aceitunada y no supo cómo reaccionar. Nunca había visto una piel así. Pero una vez superada la sorpresa inicial quedó embelesado por la belleza de la muchacha. Su largo cabello oscuro ensortijado, cuyos bucles caían delicadamente en su pecho, lo delicado de sus facciones y sus largas pestañas cautivaron al joven cazador. Pero su extrema palidez le inquietó, sus labios secos y su piel sin vida hicieron mella en é. Parecía como si aquella joven se estuviera muriendo. Y realmente así era, pues había pasado demasiado tiempo lejos de la savia del roble, que le daba la vida.
Los animales se fueron apartando, y si no fuera porque sabía que era imposible, le parecía que lloraban la muerte de aquella muchacha de piel verde. Se acercó a ella, y cuanto más cerca estaba más atraído se sentía. Le inundó una profunda desesperación, pues el estado de la joven iba minando su ánimo. "Tengo que llevarla a que la vea un médico, tiene que salvarse", pensó.
La medicina humana no puede ayudarla.
Aquella voz retumbó en su cabeza. Era imposible, pero le parecía que la voz surgía del enorme roble.
- En mi tierra soy un príncipe, puedo conseguir que la traten los mejores médicos, y no solo de mi reino.- Le dijo al roble mientras se le quebraba la voz, sin saber por qué le hablaba a un árbol.
Se arrodilló junto a ella y le tomó de la mano. Se acercó para oír la respiración casi inaudible y el perfume de su cuerpo le invadió a oleadas. Lloró amargamente, derramando sus lágrimas en el rostro y el pecho de la joven. Rozó sus labios con los de ella, y la besó en ambos ojos. En ese momento la vida de Leurice, la última de las driadas, llegó a su fin. Tras ella no nacería ninguna driada más, y su estirpe estaba condenada a la desaparición. Un brillo fulgurante surgió de su cuerpo, el cual se iba hundiendo en la tierra, fundiéndose con ella.
El príncipe permaneció mucho tiempo todavía en ese mismo sitio, y finalmente se marchó desesperado. Volvió muchas veces, con la esperanza de volver a encontrarse a la joven, pero nunca lo hizo. Leurice volvió a nacer, pero no como una driada, sino como hierba fresca, como flor recién nacida, como pajarillo silvestre y como agua del río. Se había convertido en una parte más de la naturaleza.

FIN

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4 comentarios:

May dijo...

Es una historia muy bonita y tierna. Es el final triste no? ya me contarás el feliz xD Ya sabes que a mi me gustan mucho las historias de fantasía, así que te puedes imaginar que me ha gustado mucho.
Una cosa que no entiendo es como pueden ser unos ojos azules como esmeraldas xD y como pueden ser unos violetas como rubíes xD
Lo has hecho a posta??

Muuuuaks

Bore-kun dijo...

joder, me he colado con el azul, quería decir verde xDD Los ojos violetas como rubies si, hay rubies que son tonos rosas y violaceos, pero con las esmeraldas la he liado xDD voy a ver si puedo editarlo :)

Bore-kun dijo...

corregido :)

Unknown dijo...

Hola que buena historia me encanto.... Tienes mas información o historias sobre driiadas .. Me fascina esta raza