Bueno, esto más que un relato es un "microrrelato". Es una mezcla de varias influencias, mi pasión por la mitología griega, mi ultimo vicio al God of War, mi obsesión por la muerte y el deseo de escribir "silencio sepulcral" en un relato. Lo de silencio sepulcral me parece extraordinario. Nunca he visto en ningún libro que despues de "silencio" no venga "sepulcral". Algún día me gustaría hacer un relato sobre eso, utilizar todas esas frases hechas, que tantas veces leemos en los libros, como el citado ejemplo, el pelo negro azabache o las caidas como moscas. En fin, os dejo esta breve historia, espero que os guste.

Toda su vida llevaba esperando este momento. En sus 34 años, llenos de muerte y destrucción, lo había anhelado cada instante. Desde pequeño, como era costumbre en su pueblo, todos los niños se formaban en el Arte de la Guerra; aprendían tácticas y técnicas de combate, y a medida que iban creciendo cogían el gusto por matar. Era su cultura. Pero a él la sed de sangre le venía de mucho antes.
No tenía relación con nadie, ni siquiera con sus hombres. Consideraba más cercanos a sus rivales, con quienes compartía la suerte de la victoria o la derrota. Tenían un vínculo más intimo. Sus únicas amigas las heridas de guerra, su amante la gran espada que portaba. No necesitaba más, salvo el constante desenfreno de la guerra. Siempre estaba en primera línea de batalla, no descansaba hasta que el último enemigo yacía muerto en el suelo. Disfrutaba con el olor a sangre y sudor, mezclado con barro y acero. Sentía que había nacido para partir cráneos, cercenar miembros y destripar estómagos. Pero ahora se encontraba a un paso de su última batalla.
Desde el principio había sido una misión suicida. Él lo sabía, pero nunca rehuía una pelea. Los cincuenta hombres que había elegido sentían una mezcla de orgullo y miedo. Satisfechos por la gloria que les esperaba, pero temerosos de no volver con vida. Él no luchaba por gloria, ni por honor; la guerra para él no era un medio, si no un fin. Desde el principio sintieron que había algo sobrenatural en esa aldea. Ni uno solo de los informadores había vuelto con vida y nadie era tan tonto como para buscar la muerte de cara. Pero ese no era su caso.
El sitio era tranquilo, aunque la sombra de la muerte planeaba por cada calle. Las casas vacías, y las moscas zumbando por doquier. El viento era gélido, y a pesar de su escasa ropa no sentía frío. Llegaron al templo de la aldea, dedicado al Dios de la Guerra. Parecía una broma del destino y él esbozo una sonrisa cuando contempló la imponente imagen de granito. El silencio era sepulcral. A medida que avanzaban la oscuridad se cernía sobre ellos. Cuando se quisieron dar cuenta estaban completamente a oscuras. Todo pasó tan deprisa que no tuvo tiempo de adivinar qué ocurría. Sólo oía el zumbar de las saetas que volaban y mataban sin piedad. O eso le pareció a él, pues no vio ni sintió nada. Oía el salpicar de sangre y el despedazar de carne, piel y huesos. Sin tiempo para reaccionar notó como un filo atravesaba su pecho y al mirar al frente solo pudo vislumbrar dos ojos, brillantes en la oscuridad. Fue capaz de distinguir algo parecido a una sonrisa, pero no estaba seguro. Quizás porque él mismo estaba sonriendo. No temía a la muerte, nunca lo había hecho. Mientras se le nublaba la vista se le iba apareciendo la Parca. Al principio solo era una sombra borrosa, casi una ilusión, pero a medida que la vida se le escapaba la visión se hacía más real. Muchos otros sienten terror en su presencia, pena o tristeza. O simplemente no sienten nada. Pero él si sentía algo. Estaba contento, deseoso de llegar al Inframundo, pues sabía que allí tendría guerra para toda la eternidad.